Las autoridades de Panamá no permitían que los periodistas nos acercáramos al hotel en donde estaban los detenidos. Así que para hablar con los migrantes deportados desde los Estados Unidos debíamos ingeniarnos una estrategia.
Algunos de ellos nos vieron cuando salimos a un balcón para fotografiarlos.
Prendí mi linterna y la apunté en dirección a las habitaciones para alertar a los que aún no nos habían visto. Mientras tanto pedí a mi colega Julie Turkewitz que alumbrara mi cara con mi celular para que ellos también pudieran ver quiénes éramos, para que vieran mi cámara, mi carnet y se dieran cuenta de que éramos periodistas.
Yo fotografiaba mientras Julie chateaba con algunos de ellos y escribía sus notas.
Compartían varias cosas en común. Todos habían entrado a los Estados Unidos durante el último mes después de la elección de Donald Trump. Los 10 iraníes, eran todos católicos conversos. Habían estado detenidos en San Diego y habían sido expulsados de los Estados Unidos en un vuelo de deportación hacia Panamá. Ahora todos estaban encerrados en un hotel Decapolis en el centro de la capital panameña.
Dos mujeres se asomaron a la ventana cuando vieron nuestra luz. Estaban en la habitación de arriba a la izquierda de los iraníes, y al notar que éramos periodistas llamaron a otros dentro de su habitación para que se asomaran también. Eran seis en total, todos adultos africanos. En mi celular tenía una app para que vieran mi número gigante en la pantalla y mi compañera tenía su numero de teléfono escrito en números enormes en una libreta. Una mujer sostenía el pulgar y el meñique extendidos y la mano izquierda contra la oreja mientras con el índice de la mano derecha movía el dedo de un lado al otro para señalarnos con gestos universales que no tenían teléfono y no podían comunicarse con nosotros. Las otras mujeres hacían gestos desesperados con las manos en sus corazones y pedían ayuda. Hablaban entre ellos e intentaban gritar pero el cristal era tan grueso que no oíamos nada. Iban y venían dentro de la habitación. Algunas tenían una sudadera gris que les ponen en los centros de detención de los Estados Unidos, otros usaban shorts y sweaters.
En la habitación del centro de la imagen estaba Artemis, de Irán, recostada en el margen derecho: era la única que no tenía el rostro cubierto. Más temprano ese mismo día Artemis había escrito Help Us con lápiz labial rojo en la ventana.
Dos mujeres de Camerún entraron a esa habitación cuando vieron el destello de la linterna. Ellas tampoco tenían teléfono. Estaban allí junto a una familia de iraníes –Mohamad y Mina–, quienes sostenían una servilleta que cubría su rostro con las mismas palabras (Help us) junto a Sahar detrás de su hijo Sam. Todos se cubrían: temían represarías de las autoridades en EEUU en Panamá y en sus países de origen.
En la habitación del centro a la izquierda ocasionalmente veía a una mujer joven moverse tras las cortinas, tímida, tal vez con miedo, sin saber quiénes éramos. La habitación tenía las luces apagadas y estaba iluminada solo por la tenue luz azul del televisor.
En la habitación del centro a la derecha había dos hombres adultos, una mujer, un niño y una niña: Mona y Mohamad con su hijo Arsha; y Ebrahim, quien permaneció sin cobertura en el rostro, con su hija Aylin. Todos iraníes conversos. En las noches se reunían a rezar.
En la habitación de abajo a la izquierda dos migrantes de la India dormían con el TV encendido. Era una imagen absurda, detenidos en la comodidad de la cama de un hotel en el centro de Panamá. Los dos ingresaron a los Estados Unidos el 29 de enero después de un viaje que duró dos años. Solicitaron asilo y pidieron derechos humanos, y la respuesta que recibieron de los guardias fue: “Los derechos humanos han terminado ahora”. Después de eso les pusieron grilletes en los pies y en las manos.
En el hotel, durante una entrevista telefónica, dijeron: “Ya firmamos los papeles para regresar a nuestro país. Todo está bien en el hotel, no nos quejamos. Nos dan tratamiento médico y comida, no hay nada de qué quejarse, podemos dormir”.
“El pueblo estadounidense piensa que están deportando criminales, pero yo no veo a ningún criminal deportado, solo están deportando a personas inocentes”, dijo antes de pedirme que por seguridad no usara sus nombres.
En la habitación del centro de la parte inferior, habíamos estado en contacto con tres ciudadanos chinos: un hombre mayor, un adulto y un joven. No tenían ningún parentesco entre ellos. El adulto era Mr. Wang y había escrito China con pasta de dientes en la ventana y luego había escrito también su número de WhatsApp. Intercambiamos mensajes y preguntamos por su historia. Mr. Wang nos pidió que no publicáramos las fotos con su cara, pues de regresar forzosamente a China estas imágenes podrían ser usadas en su contra. Nos mostró una biblia en chino que traía con él y una medalla de un crucifijo que colgaba en su pecho. Después de conversar por WhatsApp se despidió amistosamente y cerró las cortinas para proteger su identidad.
En la habitación de abajo a la derecha, con la luz apagada, un hombre caminaba incesantemente en su habitación, daba vueltas y vueltas, de la cama al nochero y de regreso, sin parar, solo veíamos sus pies caminar ligeramente nunca vimos su rostro, caminaba como un prisionero enjaulado y desesperado.
Mi compañera Julie y yo gesticulábamos desde afuera frente al hotel. Les dijimos adiós en un mensaje de WhatsApp. Al despedirnos nos pidieron que por su seguridad no usáramos sus apellidos en el artículo. Puse mi mano en mi corazón e incliné mi cabeza en señal de agradecimiento, luego recordé que ellos y los chinos eran cristianos así que junte mis palmas para que supieran que estábamos agradecidos con ellos. Vi como agitaban sus manos diciendo adiós, varios hicieron una forma de corazón con sus dedos y lo pusieron en su pecho, sus labios decían Help us de una forma tan obvia que podíamos leerlo sin oír sus voces. Bajé mi cámara, apagué mi linterna y nos fuimos en la oscuridad.
Hace diez días publiqué un ensayo en inglés sobre esa fotografía en The New York Times. Lo pueden leer acá.
También los invito a leer el artículo principal sobre los migrantes detenidos en un hotel de Panamá que escribieron mis colegas del Times.
Tres recomendaciones
Un fotógrafo: Joan Fontcuberta
Fontcuberta es un fotógrafo y escritor que, con humor, nos ha metido el dedo en los ojos adelantándose a la inteligencia artificial. Es un gran autor y admiro mucho su trabajo de fotografía ficcionada. "Toda fotografía es una mentira" dice Fontcuberta.
Una película: Ciudad de Dios
Queda siempre la pregunta sobre las fotos: ¿es la calidad?, ¿el trabajo duro?, ¿o será estar en el momento justo en el lugar adecuado? Un clásico que siempre vale la pena revisitar
Un libro: La crisis de la narración, de Byung-Chul Han.
Según Byung-Chul Han, los smartphones se están devorando a la gente y las stories de redes sociales está destruyendo la capacidad de narrar. Eso abre una ventana de oportunidad para la fotografía en los tiempos modernos. Tal vez es el libro más entretenido de los que he leído de este filósofo contemporáneo.
Gracias por leer hasta acá. Los últimos dos meses no he pasado más de un par de días en casa y no había podido sentarme a escribir el newsletter. Espero que llegue en buen momento, y que el próximo no tarde tanto.
Un abrazo y hasta pronto.
F.
He leído sobre tus fotografías de emigrantes deportados en Panamá y si bien duele mucho verlas agradezco tu empeño por hacer visible estas tragedias basadas en injusticias.
Cuando se me empieza a medio ir el entusiasmo por la fotografía, llega una nueva publicación aca del crack Federico Rios y se me sube la fotografia por las venas. Muchas gracias!
¡Hace falta la narracion del artículo en su voz!