Nací cuando tenía 9 años y vi por primera vez el río Amazonas. Llevaba un jean y una camiseta blanca, tenis y una riñonera grande en donde guardaba mi cámara. Usaba el pelo corto, tenía las orejas grandes y unas fosas nasales enormes que eran motivo de burla de mis compañeros de colegio.
Lo de antes había sido puro ensayo, pero ahí parado frente a esa inmensidad sentí que estaba en el lugar indicado, me sentí vivo. El fuego verde corría, y corre todavía por mis venas.
Viajaba con mi papá, el tipo más recio y el aventurero más intrépido que he conocido, un pateperro que hoy, con más de 70 años, no es capaz de dormir una semana seguida en el mismo lugar. Él siempre se está yendo, llega a cualquier lugar para poderse ir. Pero esa es otra historia que tal vez les cuente luego, ahora quiero hablarles del Amazonas.
Aterrizamos en Leticia, creo que era 1989 y mientras el mundo veía la caída del muro de Berlín y la masacre de la plaza de Tiananmen, yo solo pensaba en la selva y en su inmensidad. Fue una semana intensa en la que sin saberlo se definió rápidamente lo que iba a ser (y hacer) el resto de mi vida.
En un muelle flotante de madera sobre el río sonaba música brasilera. Subimos al bote y pocos minutos después de abordar quedamos hipnotizados con la mirada constante y monótona de las orillas: tres franjas horizontales de color parejas, arriba el cielo azul, en medio la selva verde y abajo el café caramelo del río. Ahora que lo escribo pienso que esta podría ser una idea de bandera del Amazonas.
Llegamos a una comunidad indígena y sin mucho protocolo terminé al lado de un hombre que sostenía en sus hombros una anaconda, yo sostenía apenas la parte de la cola.
Fotos, fotos, fotos, a todo lo que se moviera y a lo que no se moviera también, pero insisto, era 1989, no había fotografía digital en esa época, yo tenía una Kodak XR 110, rollo de teléfono.
Mientras caminábamos apareció un enorme mico negro, primero me cogió de la mano, a mí me pareció gracioso, luego se me subió encima. Hubo tremendo lío porque el mico estaba muy a gusto trepado en mí y no quería bajarse, entonces otros indígenas tuvieron que venir a ayudar a quitarme el mico garrapata que quería quedarse conmigo. Yo estaba feliz con el mico en un brazo y la cámara en la otra mano.
Más tarde en la vida mi papá trajo a casa un CD de Sivuca, un compositor brasileño que fusionaba en el acordeón el folklore nordestino con aires de jazz. Para mí evocaba el Amazonas, era la banda sonora de la selva. Lo escuché frenéticamente durante años a todo volumen, lo alternaba con Aterciopelados y Ekhymosis. Esta semana abordé un avión hacia Quito para ir al Amazonas entre Ecuador y Perú, puse Sivuca en Spotify e inmediatamente supe que tenía que escribir esta entrega del newsletter, abrí la app de texto de mi teléfono y me salió el texto de un solo tirón: se me caían las lágrimas mientras escribía y recordaba.
Recuerdo que una noche en Leticia dos hombres me embaucaron y, se aprovecharon de mi inocencia infantil. Estábamos afuera del hotel y me vendieron una tortuga Mata mata. Puro tráfico de fauna silvestre. Creo que pagué 2000 pesos por ella, que en esa época era un platal. Por supuesto no podía tenerla como mascota, ni viajar con ella de regreso a casa, así que mi padre hizo lo que pudo y al final la liberamos en el río. Lloré mientras me despedía de mi tortuguita, la vi con cariño mientras se alejaba nadando. Después supe que a pesar de que esa Mata mata no superaba el tamaño de la palma de mi mano, habría podido fácilmente arrancarme un dedo, o cortarme la nariz entera de un solo mordisco.
La aventura máxima fue salir a medianoche a acompañar unos cazadores clandestinos de caimanes. Por supuesto que no sabíamos en lo que nos estábamos metiendo. Habíamos comprado un tour de observación de caimanes, pero esto no era ni tour, ni de observación. En un pequeño bote de latón con un motorcito que parecía de juguete remontamos el río enorme y salvaje en la oscuridad. Cruzamos hasta el lado peruano del río, allí apagaron el motor y nos dejamos arrastrar por la corriente. Los cazadores iluminaban las orillas del río con unas linternas potentes, y los ojos de los caimanes se aparecían reflejando la luz como si fueran fuego ardiente. Una vez el animal estaba encandilado, los cazadores se acercaban despacio, remando en silencio con un canalete, y lo agarraban por el pescuezo, a veces con la mano, a veces con un lazo. Hubo uno tan grande que entre tres hombres fuertes no podían controlarlo ni subirlo al bote y el animal chapaleaba y forcejeaba duro entre el agua. Estuvimos a punto de naufragar. Regresamos a Leticia en la madrugada. Hoy vería esa experiencia con otros ojos, pero ya se imaginarán el impacto que tuvo en un niño con ganas de aventura.
Viajamos por horas a conocer los Lagos Yahuarcaca, a ver los lotos enormes de Victoria Regia y a maravillarnos con las apariciones espontáneas de delfines rosados que asomaban sus lomos en el río.
Desde eso quede enmaniguado, embrujado por la selva, hipnotizado.
Más tarde, en la adolescencia, leí Mi alma se la dejo al diablo, de Germán Castro Caycedo, y en cada página no quería más que regresar a esa maraña de ríos, raíces y verdes. ¿Será un guiño gracioso del destino que mi apellido sea el que es?
Desde ese primer viaje, nunca pude salir…
Pasaron muchos años, y el conjuro nunca me soltó, el embrujo lo cubría todo, tan ancho y espeso como la selva. En 2010 regresé al Amazonas, ya no era niño, era fotógrafo.
Estuve varios días recorriendo el río Igaraparaná desde La Chorrera hacia el sur. En medio de la inexperiencia y la falta de tacto, me bajé del bote haciendo fotos en una comunidad indígena, sin preguntar ni conversar ni pedir permiso, entonces un malokero se enojó conmigo y como venganza me conjuró una maldición. Por supuesto no le puse atención y pensé que eran bobadas, regresamos al bote y en cuanto arrancamos me acosté y dormí un rato arrullado con el ronroneo del motor. Al despertar, un frío de hielo recorrió todo mi cuerpo y el miedo se apoderó de mí, no veía casi nada, estaba todo completamente borroso, desenfocado, nublado. Mis ojos no servían para nada, no podía ni ver mis manos, mucho menos mi cámara. Antes de decir cualquier cosa empecé a llorar, y con la voz quebrada y temblorosa le dije a mis compañeros de bote que estaba quedándome ciego. Me puse una pañoleta con agua fría sobre los ojos, respire un rato y después de un par de horas volvió la visión, pero no se fue el miedo. A las malas aprendí a pedir permiso, a hablar primero y fotografiar después.
Después de ese primer regreso, ya perdí la cuenta de todas las veces que he vuelto. He colaborado en proyectos como 20 FOTÓGRAFOS AMAZONAS, he hecho reportajes para The New York Times [como este], y he documentado rituales en los que ha sido un honor ser invitado, como la Pelazón.
La Pelazón es un ritual Tikuna, la ceremonia de paso de niña a mujer, un rito de iniciación a la vida adulta. Una vez las niñas tienen su menarquia, la familia fabrica un cuarto sin ventanas pegado a la casa. La niña entra a esa habitación y no sale por un año. Todo sucede ahí adentro y solo la madre y la abuela tienen acceso y pueden verla y hablar con ella. Durante ese año le transmiten todos los conocimientos que la preparan para la vida adulta, el tejido, la casa, la cocina, la medicina, la maternidad y la sociedad. Al cabo del año, en un ritual al que toda la comunidad es convocada, salen las niñas con los ojos vendados y son conducidas a una maloca en la que se baila por tres días y tres noches bebiendo Vino de Payabarú y chuchuguaza. La familia de la niña ofrece la fiesta y la bebida y los invitados traen la comida. Durante el baile, los demonios, con penes gigantes, incitan a la niña a la aventura desbordada y sin límites y la comunidad baila con ella de gancho para protegerla de las tentaciones y no permitir que los demonios se la roben. Al tercer día, en la madrugada, la comunidad baja hasta la orilla del río y cortan todo el pelo de la cabeza de la niña que es ahora una adulta. Acá pueden ver las fotos.
Sin buscarlo, la selva me persigue. Hace unos días estuve con mis fotos en la exposición A Boca de Incendio, Susurro y delirio en la galería Espacio Continuo, curada por Erika Cuervo. Exponía allí dos fotos sobre mi trabajo de migración junto a un grupo de artistas admirados. Hasta allá me rastreó el Amazonas. Katy, la directora de la galería, me contó que había nacido también en el Amazonas y me soltó una anécdota. Cuando su madre empezó el trabajo de parto, el médico que debía atenderla se había demorado porque estaba ocupado atendiendo el parto de una culebra. Quizás por eso, Katy siempre ha tenido una fobia terrible a las culebras, pero ese día llevaba una camisa de culebras rojas que a mí se me hizo interesantísima. Y, por si fueran pocas coincidencias, en esa misma inauguración apareció Mr. Culebra, que me regaló una camiseta maravillosa de gallinazos, uno de mis animales amados.
Les digo, la selva me encuentra donde esté.
Empieza un viaje nuevo, ¿o será el mismo?
Escribo esta entrega del newsletter mientras me adentro en la selva amazónica en Ecuador, ya no sé cuántas veces he venido, pero nunca serán suficientes.
Por ahora, insisto, no vayan a la selva, eso embruja, enmanigua. Después de la primera vez la selva entra en uno y ya no se puede sacar, ya no se puede salir de ahí. La selva se apodera de la cabeza y llama, se queda con uno y hay que volver, una, dos, tres y mil veces. A lo mejor terminaré mis días viviendo en la manigua, a la orilla de un caño pequeño, en un bohío de madera, remando en un potrillo y pescando una cachama para comer. O tal vez escriba desde el corazón de la selva, al final de un breve testamento, lo mismo que escribió Benjamín Cubillos cuando se supo solo y vio que su muerte estaba cerca: "Mi alma se la dejo al diablo".
Dos recomendaciones
Un fotógrafo
Victor Moriyama ha documentado la amazonía por años, la deforestación, la ganadería, los incendios y las sequías.
Un Libro
Mi alma se la dejo al diablo, de Germán Castro Caycedo.
PS: Por si quieren mandarle algo a los niños en el Amazonas
En el primer número de este newsletter hablé de Santiago Kuetgaje y su familia: amigos y guías espirituales, uitotos del clan pájaro carpintero. Con ellos volví a La Chorrera años más tarde y nos hemos hecho amigos de la vida. Ahora, la familia Kuetgaje está haciendo una campaña para recoger útiles escolares, dulces y regalos para llevar a los niños indígenas de Santa Rosa, una comunidad en la parte alta de la cuenca del rio Igaraparaná. Ellos viajan desde Villavicencio el 23 de octubre. Si alguno de ustedes quiere donar un detalle a los niños pueden enviarlo a Villavicencio. La dirección es Carrera 30 # 37-05, piso 3, a nombre de Jhanet Muñoz.
Gracias por leer historias sencillas, gracias por acompañarme en este laberinto verde. Aunque siempre es impredecible, seguro nos cruzaremos pronto.
Federico
Este newsletter es producido por mí, y editado por mi colega y amigo Jorge Caraballo, creador de afueradentro.
Maravilloso relato, es que a uno le cultivan el amor por la Tierra. Los padres han sido claves para ello.
Es usted tremendo narrador y ya ni decir fotógrafo, soy fan. Le admira desde México una amante del verde selva que anda habitando un pedacito rural rodeado de verdes exuberantes nomas por el mero amor a ver ese color a diario.