8. El infierno en el paraíso.
En el corazón de la selva, sola y sin poder caminar, Oriana esperaba un milagro. Postal desde el río Tuquesa, en el Darién.
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Ya no tenía fuerzas para llorar, solo exhalaba un lamento agotado y sin esperanzas. Oriana tenía la nariz roja, lágrimas mudas en el rostro, y esperaba sola en una playa del río Tuquesa. Su estómago se revolvía de hambre y sed, llevaba varios días sin comer, y solo bebía el agua contaminada del río. Mientras cruzaba el Tapón del Darién, esta venezolana de 25 años se había caído, se había doblado el tobillo y se había golpeado su rodilla izquierda, ahora en muy mal estado. Viajaba sola, había conocido a unos compañeros durante el cruce de la selva, pero cuando la vieron herida la abandonaron en esa playa de piedras redondas. Vendó su tobillo y su rodilla con trapos que encontró en el camino e intentó usar un palo como muleta, pero no podía avanzar más, era imposible. Sin fuerzas y sin quién la ayudara, Oriana esperaba un milagro.
Sobre nosotros, miles de gavilanes volaban hacia el sur. Una migración enorme, anual, de aves buscando otros climas. Carreteras infinitas de aves en el cielo volando juntas y libres, todas hacia el sur.
A la salida de la selva, los migrantes deben llegar a Lajas Blancas, la estación de recepción de migrantes en Panamá. De ahí toman un bus a Costa Rica y otro y luego otro y otro más para atravesar varios países de Centroamérica y llegar a Tapachula, un infierno a cielo abierto en la frontera entre Guatemala y México. Luego para cruzar México de sur a norte muchos de ellos se montan en La Bestia, un legendario tren de carga en el que muchos migrantes han muerto. Este tren va hasta Ciudad Juárez o Tijuana y luego, tras cruzar el muro de los Estados Unidos, los caminantes se entregan a las autoridades de la migra pidiendo refugio.
Huyen de sus países por crisis económicas y políticas, huyen de persecuciones religiosas, de estigmatización y del miedo.
La selva del Darién la cruzan personas de más de cien nacionalidades diferentes, la mayoría son venezolanos pero también vienen de otros países de América del Sur; algunos vienen de Afganistán y las rutas más largas se originan en Bangladesh, Nepal, India, China, o de diferentes países de África: Ghana, Mali, Somalia o Eritrea, solo por listar algunos.
Familias con niños y abuelos, madres viajando solas con hijos pequeños, hombres solos, jovenes y fuertes. Todos cruzan el Tapón del Darién buscando el sueño americano.
Una pareja de haitianos viajaba con su hijo de un año y un bebé de apenas un mes de nacido que tomaba leche del seno de su madre mientras ellos caminaban hundiendo sus pies en el lodo o cruzando ríos. Era casi imposible adivinar que en ese bulto venía un recién nacido, lo tenían cubierto para que no se mojara con la lluvia ni se quemara con el sol. “Hay que arriesgarte si quieres una vida mejor para tus hijos”, me dijo Giovanni, el padre, en un portugués chueco, mientras cargaba en su pecho a su hijo dormido. Habían estado viviendo en Brasil varios años antes de decidir migrar hacia el norte.
La semana pasada estuve caminando y fotografiando a centenares de migrantes cruzando el Tapón del Darién, viendo su infierno a través de mi cámara, pisando el mismo suelo y mojado por la misma lluvia, pero no es lo mismo ser fotoperiodista que ser migrante. Sería un insulto decir que he vivido lo que sufren ellos, porque aunque el cansancio físico, la sed y el sol sean parecidos, la incertidumbre y la carga emocional son las condiciones comunes de miles de migrantes que atraviesan la selva sin saber cuál será su destino. También la esperanza y la ilusión de un futuro mejor, pero ninguno sabía ni siquiera si saldría con vida de esta manigua que se ha tragado cuerpos de hombres, mujeres y niños.
En las noches durmiendo en mi hamaca visité el infierno varias veces entre la culpa y el pecado, entre mi condición de fotógrafo y el terrible coctel de dolor ajeno visto a través de mi lente.
Los indígenas locales y el Servicio Nacional de Fronteras de Panamá (Senafront) hicieron el milagro y pusieron a Oriana en un bote hasta Bajo Chiquito. Al siguiente día la llevaron a Lajas Blancas para que continuara su viaje a salvo. Ahora, mientras escribo esta entrega del newsletter, sé que Oriana ya atravesó en bus todo Centroamérica y está en México esperando entrar a los Estados Unidos.
Al salir de la selva viajamos por unas horas hasta llegar al aeropuerto de Panamá, sin entender aún el absurdo de cómo algunos podemos viajar en avión mientras otros tienen que arriesgar sus vidas para atravesar fronteras y cumplir sus sueños. El periodista que había sido mi compañero de trabajo en este viaje tomó su vuelo a Nueva York, y yo abordé un avión de regreso a Colombia.
Sigo viajando al Darién, sigo reportando sobre esta crisis humanitaria, sobre los migrantes, sobre sus jornadas, sobre sus vidas. Me importa este tema y mientras reporto me pregunto si esto sirve de algo. Entonces intento convencerme de que los dos mundos que habito, el periodismo y el arte, sirven como puente para conectar el infierno y el paraíso, esperanzado en que la humanidad (si es que existe algo así) en algún momento tome acciones y cambie la forma de tratarnos como seres humanos.
Ya casi…
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Darién, mi fotolibro sobre migrantes está casi listo. Ya está impreso y ahora en proceso de montaje y encuadernación. Estaré empezando los envíos hacia la mitad de octubre.
Aquí les muestro un poco del proceso de impresión.
Tres recomendaciones
Un libro
Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag. Uno de los libros de cabecera desde mi comienzo en la fotografía, explora el escenario complejo de creer que las fotografías pueden cambiar el mundo, o concientizar a las personas frente a las atrocidades de la guerra y habla del poder de la imagen y del poder en la imagen.
Una canción
Deus Me Proteja, de Chico César.
Pienso mucho en la bondad de la gente mala y en la maldad de la gente buena. Esta canción habla de eso, y no sé cuántas veces la he reproducido en los últimos días. Me interesa esa línea delgada entre el bien y el mal, esa zona gris de lo humano que a veces me ayuda a reconciliarme conmigo mismo. No me considero alguien malo, trato de ser generoso siempre que puedo, pero en ocasiones estoy desconectado, estoy exhausto, y me siento miserable por no ser sonrisas y generosidad como siempre quisiera… pero es así, a todos nos pasa, y esta canción me ayuda a hacer las paces.
Un fotógrafo
Alessandro Cinque, gran fotógrafo independiente italiano radicado en Perú desde hace algunos años, su mirada ha explorado los andes con curiosidad y precisión, ha ganado varios premios internacionales y ésta semana su trabajo aparece en la portada de la revista LFI de Leica. Vale la pena ver su trabajo.
Gracias por leer y escuchar historias sencillas, gracias por acompañarme en el camino.
Abrazos y nos volvemos a encontrar en dos semanas.
Federico.
Este correo es escrito por mí y editado por mi colega y amigo Jorge Caraballo Cordovez, host del podcast y newsletter afueradentro.